domingo, marzo 30

¿Dios de los filósofos o Dios personal?

Comenzamos estas líneas afirmando que el hombre se enfrenta a muchas realidades que lo afectan y lo llevan irrenunciablemente a generarse cuestionantes sobre aquello mismo que ha impactado su existencia. A este respecto, la filosofía en tanto que ejercicio reflexivo ha pretendido ofrecer al hombre planteamientos adecuados y radicales sobre sus vivencias, dilucidación de experiencias fundamentales, razones de sentido a las interpretaciones sobre su experiencia cotidiana, etcétera. Por tal motivo resulta importante que el hombre continúe en un esfuerzo racional sobre la realidad que lo interpela. En este sentido, las siguientes líneas pretender ser portadoras de una reflexión en torno a una realidad que ha suscitado en el hombre resonancias de magnitudes considerables. Nos referimos a la realidad llamada “Dios”. Para este fin tendremos que reconocer que no iniciamos éste recorrido con las manos vacías, al contrario, nuestra reflexión comienza sobre un patrimonio intelectual y experiencial del ser humano en torno al tema aducido. Ahora bien, tampoco podemos dejar de lado del asunto a la ciencia positiva y su peculiar mirada sobre los hechos humanos que en virtud de su constatación empírica se hacen susceptibles de ser sistematizados y subsumidos para una mayor exactitud en su descripción. En esta vertiente, y tras haber sido pasado por el tamiz del método fenomenológico podemos entonces ubicar que el hombre cuenta con un hecho propiamente humano sobre la realidad ‘Dios’. En ello, podemos a su vez -al menos- de principio afirmar su verdad y valor. De manera que resultaría irrenunciable hacer una reflexión crítica sobre él, no por su talante empírico pero si partiendo de ahí como realidad que impacta en varios ámbitos al ser humano, y que por ser un hecho con una propia especificidad, le evoque al hombre una ‘ruptura de nivel’ que parece abrirlo al ámbito de lo sagrado. A este punto entonces enunciemos dos aspectos sobre el hecho religioso; por un lado, lo sagrado expresado en el misterio y por el otro, la actitud humana religiosa. Tales consideraciones parecen apuntar nuestro derrotero, pues ambos aspectos sugieren un ‘brotar’ en el hombre de la constatación de ‘algo que esta más allá del mundo’ pero que a su vez se manifiesta en el mundo y en el hombre.
Ya lo dicho anteriormente nos permite atisbar el punto en torno al cual se dirigirá nuestra reflexión. Pues tendremos que decir que del amplio elenco de planteamientos que el hombre posee sobre dicha realidad, ahora resulta indispensable subrayar la relación que éste último pueda tener o que de hecho ha tenido con tal realidad, ya que de ello ha derivado un modo de situarse de aquel frente a su vida, en el entendido de vivirse dentro de un ‘horizonte de sentido radical’ o no, que sin duda constatamos afecta su existencia.
Debido a la brevedad del presente ensayo proponemos hacer una distinción general entre dos grandes ‘paradigmas’ sobre la realidad llamada ‘Dios’. Para posteriormente generar una reflexión conclusiva aunque no definitoria sobre tal realidad. En torno a la distinción entre el Dios de los filósofos y el de los cristianos o el Dios desconocido.
Iniciamos el desarrollo de éste escrito haciendo alusión al primer paradigma que consideraremos. Lo llamamos paradigma de la sustancia o metafísica clásica de la sustancia. El cual nos remite al Dios-sustancia cuya identidad inteligible preserva su pura identidad abstracta. Pues se fija en el ‘sustrato’, ‘núcleo’ o ‘estructura’ que permanece en el tiempo, no haciendo posible una distinción cabal entre la identidad propia de las personas humanas y la de las cosas. Esta situación coloca la identidad de las personas como algo accidental en función de dicho ‘sustrato’.
Tal planteamiento aleja al ‘primer motor’ llamado así por Aristóteles. Y afirma de él lo siguiente: ‘aunque amado y capaz de mover todo como amado, a su vez no ama ni se relaciona con el mundo y menos con las personas humanas’. Ahora bien, en virtud de su condición de ‘primera sustancia eterna’ y de ‘motor eterno’ determina su movimiento como eterno. De modo que atrae por su causa final pero sin influencia eficiente en el mundo debido a su separación con él. Se trata de una necesidad de orden.
La postura anterior la conocemos como explicación cosmológica, que partiendo de lo mundano se remonta al ser universal, en donde todo queda subordinado a la causa final ahora causa única, es decir, el ser autosuficiente. Ante tales ‘razones’ es posible plantearnos el Dios de la pura filosofía, ese Dios intelectual en el que se piensa, pero al que no se reza. Dios humano, trascendente, inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada intelectual. Ante un Dios así concebido sólo cabe una postura: la resignación.
El siguiente paso será abordar la filosofía moderna del sujeto autoconsciente o paradigma de la conciencia. Que con el ‘giro copernicano’ fue de la primacía del ser objetivo a la del sujeto pues distinguió claramente entre el ‘yo pienso’ auto trasparente y las cosas no autoconscientes. Sin embargo al constituir el ‘yo pienso’ como centro de verdad y certeza ponderó a la postre la inmediatez del ego cogito natural o trascendental. Faltando el discernimiento de las ilusiones de la conciencia que pensadores como Marx, Nietzsche y Freud hacen patentes. Al no tomar la vía larga del discernimiento crítico de las sospechas y de la mediación reflexiva a través de la alteridad de los otros, el lenguaje, la cultura, el lenguaje y la historia compartida sitúo la permanencia de un ego inmediato que es sólo nominativo. Pues nivela las diferencias tanto con lo otro como con el otro y los otros a puras negaciones, de manera que una alteridad interpersonal es mera negación abstracta de la identidad abstracta del yo, a fin de ‘sobreasumir’ a ambas en una identidad dialéctica. A este respecto tendremos que reconocer que la imagen de Dios que se construyó a partir de este paradigma se funda en la idea de un sujeto autoconsciente que es así mismo sustancia. Elevándose de nuevo como un nuevo concepto que es capaz de reabsorber en sí toda identidad individual de cada persona y la del Dios ahora personal. Si bien la imagen del Ser objetivo y autárquico resultaba fría y realmente ‘racional’ ahora esta nueva imagen aunque más asequible al hombre vuelve a elevar sobre los individuos un ‘concepto’ que en tanto aglutinante de características que desean ser expresadas nítidamente quedan aún desprovistas del elemento vital que supone la realidad ‘Dios’ por tratarse de una realidad donadora de sentido. A este respecto vemos que el Dios de los filósofos se sigue caracterizando de largas cadenas de razonamientos que si bien no son meras flatus vocis ni desmeritan por no expresar plenamente la realidad a la que hacemos alusión, sí nos revelan al menos las relaciones que el hombre ha establecido con la realidad ‘Dios’. Alcanzamos a descubrir que al parecer se siguen quedando sin dar un último paso que nos acerque al Dios de la novedad cristiana, que como se ha constatado en la historia se ha ido constituyendo como donador de sentido y de personificación humana irrenunciable.
Y es que preguntémonos ¿qué implicaciones tiene un Dios como el de los filósofos?, que por un lado nos ha ido favoreciendo la creación de planteamientos adecuados que sin duda han pretendido dilucidar esta experiencia fundamental y al parecer tan radical en el ser humano. Pero que por otro lado, han dejado nuestra inquietud por lo ‘sagrado’ en el tintero de las largas cadenas de razones, que subrayo, no podemos abandonar pues ya en ello perderíamos gran profundidad al abordar la realidad que esta en juego. Además que aún tras haber obtenido tantas ‘buenas razones’ el hombre continúa en la tensión por hacer plástica esa ‘relación’ con Dios. Pues en tanto que dato radical y común entre los hombres, por añadidura, diríamos genera implicaciones en las relaciones que el hombre pueda tener con los otros hombres.
La reflexión que hemos pretendido emprender no puede dejar fuera la constatación de lo ‘trascendente’ y lo ‘activo’ propio de dicha realidad llamada ‘Dios’. Ahora bien, de esta doble faz a la que hemos aludido se plantea la posibilidad de una personalización de ‘lo absoluto’. Es decir, una posible vía que nos acerque a la típica concepción del Dios cristiano.
Ahora bien, valdría la pena que puntualizáramos que el ejercicio reflexivo en ciernes tiene como principal objetivo ejercer una dilucidación de experiencias fundamentales, como hemos insistido tanto, de modo que se haga posible bosquejar ciertas razones sobre el sentido de las interpretaciones de la experiencia cotidiana.
Y es que aunque de pronto parezca que nuestra reflexión escapa a los límites de la propia razón, tendremos que evocar a Kant que ya claramente distinguía el conjunto de hechos propios de la metafísica, a saber, los conocimientos, los actos de la voluntad, los sentimientos y las inclinaciones. Pero tendremos que decir que no hablamos de la elaboración y postulación de ciertas determinaciones esenciales y absolutas sobre tales temas, sino que al contrario, nos referimos a la enunciación al menos de algunas determinaciones relativas y provisionales. En el mismo sentido, Kant señala que no se trata de imágenes o reflejos de alguna realidad físicamente dada sino que por ‘construcción’ es que refiere su significación y verdad aún cuando no exista nada físico o ninguna realidad natural. De modo que la metafísica despliegue ante nuestro espíritu las cualidades y relaciones de lo ‘real’ y no determinaciones puramente ideales. De manera que se conciban las estructuras típicamente humanas.
Sin duda a este punto ya tenemos en nuestras manos un planteamiento adecuado y probablemente radical sobre una realidad vivida por el hombre cuyo rasgo más característico, parece ser la dificultad de poder ser tematizado con la suficiente claridad que nuestra razón teórica pretendiera.
El problema se inaugura ante la ‘Afirmación de Dios como una realidad absoluta y personal’. Frente a la cual la filosofía pretende ejercer un despliegue racional que opere críticamente sobre el hecho religioso ‘desde la condición existencial del hombre’. Y es que el planteamiento se presenta paradójico. Pues lo ‘personal’ nos remite a la propia experiencia humana, a una realidad que ‘vivimos desde dentro’ y se denomina ‘yo’ que impele a reconocer a sus ‘semejantes’; nos remite a una autoconciencia inteligente, que experimenta una auto posesión, de igual manera que el ‘yo’ la experimenta. Sin embargo, cómo atribuirle ésta auto posesión o ‘personiedad’ al que llamamos ‘Absoluto’.
Es cierto que el Monoteísmo denomina a ‘Dios’ como realidad inteligente que crea y gobierna el mundo y con el cual es posible establecer un diálogo. Pero hay que ver que tal atribución pareciera finitizar a lo absoluto. He ahí la dificultad.
Ahora bien aquellos aspectos que tornan difícil este asunto se puede delimitar de la siguiente manera la dificultad: las ‘perfecciones’ que constituyen lo más fundamental del carácter personal.
Primero, hay que mencionar el entender: éste se refiere a la dualidad entre lo que se conoce y lo que es conocido, hablamos de la dualidad entre ser y conocer de modo que no pueden ser infinitos. Segundo, tendremos que referirnos al amor: sobre todo al amor como ‘ágape’ en cuanto realizable por nosotros los hombres, que supone una dualidad, es decir, otro sobre el cual volcarse. Y entonces, ¿cuál es ese otro para Dios? ¿Otro Dios? Eso no tendría sentido, y si fuera acaso el mundo ello supondría una dependencia entre ambos lo cual truncaría su infinitud e independencia. Y por último, la libertad: de manera que hablamos de ‘tener posibilidad’, es decir, no estar plenamente realizado, irse haciendo en movimiento. Ello revela de un modo más claro la imperfección. Ahora bien, aunque lográramos depurar tales conceptos y atribuírselos a lo Absoluto de modo positivo, aún se presenta una segunda dificultad que se refiere a las características que es posible atribuir al Absoluto. ¿Las materiales o las espirituales? Y es que la infinitud de lo Absoluto parece no tolerar lo uno ni lo otro.
Ahora bien, que podemos decir del conocimiento humano de Dios. Es posible afirmar que hay tal conocimiento y así mismo que es posible demostrar su existencia. Recordemos que a tal respecto, el ‘símbolo’ que ha sido concebido como “realidad bifronte”[1] evoca y de cierta manera representa ‘lo Absoluto’ para el hombre. Pero ya desde la sola mención de su denotación, nos percatamos de que éste resulta ambiguo, si lo que pretendemos es un conocimiento de Dios.[2]
Lo que si se constata es que ya de todo el recorrido que el hombre va haciendo surge un conjunto de contenidos que no podríamos calificar de ideales sino que han sido fruto de un esclarecimiento de lo real de ‘Dios’ en el hombre, en sus relaciones, en sus experiencias, etcétera. Ahora lo que nos queda es decir que el hombre conoce de Dios aquello que por analogía lo refiere a lo absoluto. Es decir, que el hombre por su condición dual, a saber, su rasgo teórico y práctico. Es capaz de lograr para sí la hipótesis del concepto que exprese ‘perfección pura’ a partir de aquellos aspectos de la autoconciencia y de la libertad humana ofreciéndole una base para una idealización no destructiva. Y así entablar a continuación la hipótesis de argumento que apoye tal transposición analógica a lo Absoluto.
Algo que no podemos desdeñar y que es fruto de una reflexión, es vislumbrar la posibilidad de una cierta estructural connaturalidad, que privilegiando las nociones ‘trascendentales’ ser y ente; bien; valor; etcétera; así como todas aquellas que expresen la estructura formal de la apertura de la existencia humana. Y sin abandonar el terreno del uso simbólico del lenguaje se consiga una cierta determinación que se refiera a Dios.
Por último, cuando hablamos de la realidad llamada ‘Dios’ al parecer ya estamos resignificando su carácter absoluto-personal pues puedo señalarle como un tú, sin embargo, aún es posible conservar la evocación de una cierta reverencia, es decir, el símbolo nos abre a otra dimensión, resultando éste muy corto para expresarlo y a la vez muy elocuente por referirse a una realidad que no posee un objeto fenoménico.
Encontrar al Dios cristiano, sin duda nos remitirá a aquellos caminos ‘analógicos’ de los que hemos hablado. Pero su novedad se revelará en nuestra vida, en el cotidiano de ella, al comprobar que igual que nosotros, él quiso acompañarnos en lo azarosa de la vida. Para concluir, hay que decir que el conocimiento de Dios y su carácter de ‘realidad’ puede ser enunciado por nosotros, más nunca expresado a plenitud.
Podemos adherirnos o no al misterio. Pero, sin duda no podemos evadir su realidad aunque sea con la pretensión de ponerlo en tela de juicio. Parece entonces que nuestra relación queda circunscrita a un constante preguntar, dilucidar, rebatir, aceptar. Es decir, no derrotarnos a continuar con la pregunta, pero si reconociendo que ya un camino de esclarecimiento.


Bibliografía

[1] SÁNCHEZ, Nogales José Luís; “Filosofía y fenomenología de la religión”; Secretariado trinitario; Salamanca; 2003; p. 408. “También es designado como “realidad bifronte”, que facilita el acceso a lo invisible a partir de lo visible.
[2] CAFFARENA, G. José, VELASCO J. Martín; “Filosofía de la Religión”; Ed. Rev. De Occidente; p. 305.

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