Gran tema el de la identidad. De esas razones que le dan al sujeto individual o colectivo referentes de inclusión, de definición de las propias características frente a otras. Gran tema para los filósofos europeos que buscaban muy vehementemente la identidad más primigenia del ser humano. Pero sobre todo, tema central para Latinoamérica. Región política, social y cultural que hasta nuestros días es tributaria del pensamiento y cultura occidental. Y es que la muy conocida división entre el viejo y nuevo mundo, sitúa al Nuevo Mundo (América) en una minoría de edad frente a Europa como colonizadora y tutora intelectual.
“El mundo divide en Viejo Mundo (Europa) y Nuevo Mundo (América) En donde América no ha terminado su formación, es, por consiguiente, la tierra del futuro”[1]
Dicho lo anterior, se constata que aún subyace una postura determinada del mundo europeo que lo coloca como centro o vértice de la historia universal humana y que deviene en un sometimiento de América respecto a él. A tal situación se le conoce con el nombre de “Eurocentrismo”[2] Esta categoría filosófica como ya se ha dicho ha dejado fuera de la historia universal a Latinoamérica. Y a su vez le ha traído a ésta última una restricción de acceso a una identidad propia. La consecuencia clara que ha devenido es que los latinoamericanos se han colocado en una situación de inferioridad que los aliena, de manera que se torna importante la discusión sobre una identidad regional que posibilite un proceso de personificación más generalizado en la zona. La pregunta que se cierne entonces en torno a la identidad es: ¿la identidad nos aliena o nos personifica? Y supondríamos obvia la respuesta, sin embargo es necesario entender aunque sea de manera muy sucinta cuál es el origen del problema.
Juan Carlos Scannone en una de sus obras nos expone de forma muy breve la cuestión sobre la identidad personal desde una perspectiva filosófica y religiosa a través de un breve recorrido histórico donde se observa cómo, a saber, ni la metafísica clásica de la sustancia ni la filosofía moderna del sujeto autoconsciente han dado razón de manera suficiente al problema de la identidad personal humana como agente personalizante. Scannone nos propone pues la concepción de una condición de alteridad interpersonal como elemento constitutivo de una identidad personal –valga la repetición- que personifica, comunitariza y socializa al sujeto; tal esfuerzo es realizado de forma dialéctica entre dos figuras importantes de identidad. Hablamos de la distinción básica hecha ya por Paul Ricoeur.[3] Por un lado está la “identidad-ipse” o ipseidad y por otro, la “identidad-ídem” o mismidad:
“La primera “responde a la pregunta: ¿quién?, a saber: ¿quién actúa o quién padece tal acción de otro?, ¿quién es el responsable de tal o cual acto?, etc. Pues ipse en latín corresponde al autós griego, al self y Selbst en inglés y en alemán, al soi-même y al sí-mismo en francés y castellano, y se refiere a la persona como tal, en cuanto es responsable -ella misma-de su libre actuar. En cambio, ídem responde a la pregunta ¿qué?, a saber: ¿qué es lo mismo que permanece en y a pesar de los continuos cambios?, ¿cuál es –a través del tiempo- su esencia permanente o cuáles son sus propiedades estables en medio de sus transformaciones? Y la respuesta no apunta a la persona en cuanto tal, al sí mismo, sino a lo que es o dejó de ser, a lo que no cambia en medio de las mutaciones que la afectan. Pues ídem en latín corresponde a las palabras: the same en inglés, das Gleiche, en alemán o lo mismo en castellano.
En resumen, la mismidad o identidad-ídem se fija sobre todo en la permanencia del mismo carácter y las mismas propiedades de la persona en el tiempo con sus continuos cambios; la ipseidad o identidad-ipse, en cambio, se refiere al mismo quién personal, responsable último de sus acciones y omisiones, quien –por ejemplo- mantiene su palabra dada, a pesar de todo eventual cambio de carácter o de características personales. Ambos tipos de identidad están interrelacionados, pero entre ellas se da –según Ricoeur- un hiato más o menos grande, mediado por la identidad narrativa en las “historias de vida” que uno narra a otro a sí mismo.”[4]
Después de haber hecho tal distinción, hay que dejar sentado que ambas claridades nos guiaran al esbozar los paradigmas a los que hemos hecho alusión.
El primer paradigma que consideraremos se le ha llamado paradigma de la sustancia o metafísica de la sustancia. El cual nos remite al Dios-sustancia cuya identidad inteligible preserva su pura identidad abstracta. Pues se fija en el ‘sustrato’, ‘núcleo’ o ‘estructura’ que permanece en el tiempo, no haciendo posible una distinción cabal entre la identidad propia de las personas humanas y la de las cosas. Esta situación coloca la identidad de las personas como algo accidental en función de dicho ‘sustrato’. De manera que la identidad inteligible de éste niega la alteridad. Tal planteamiento aleja al ‘primer motor’ llamado así por Aristóteles. Y afirma de él lo siguiente: -aunque amado y capaz de mover todo como amado, a su vez no ama ni se relaciona con el mundo y menos con las personas humanas-. Ahora bien, en virtud de su condición de ‘primera sustancia eterna’ y de ‘motor eterno’ determina su movimiento como eterno. De modo que atrae por su causa final pero sin influencia eficiente en el mundo debido a su separación con él. Se trata de una necesidad de orden.
La postura anterior la conocemos como explicación cosmológica, que partiendo de lo mundano se remonta al ser universal, en donde todo queda subordinado a la causa final ahora causa única, es decir, el ser autosuficiente. Como se observa, bajo este paradigma no se responde a la pregunta ¿quién? Es decir, la identidad inteligible se erige como pura identidad-ídem negando con ello cualquier otra identidad posible o al menos no haciendo posible la distinción de una identidad propia de la persona (identidad- ipse) en cuanto tal.
El siguiente paso será abordar el paradigma de la conciencia o la filosofía moderna del sujeto autoconsciente. Que con el ‘giro copernicano’ fue de la primacía del ser objetivo a la del sujeto pues distinguió claramente entre el ‘yo pienso’ auto transparente y las cosas no autoconscientes. Sin embargo, al constituir el ‘yo pienso’ como centro de verdad y certeza ponderó a la postre la inmediatez del ego cogito natural o trascendental que se convirtió en el criterio de verdad. Faltando con ello el discernimiento sobre las ilusiones de la conciencia que pensadores como Marx, Nietzsche y Freud hicieron patentes más tarde. Al no tomar la vía larga del discernimiento crítico de las sospechas y el de la mediación reflexiva a través de la alteridad de los otros, el lenguaje, la cultura, el lenguaje y la historia compartida se sitúo la permanencia de un ego inmediato que es sólo nominativo. Pues nivela las diferencias tanto con lo otro como con el otro y los otros a puras negaciones, de manera que una alteridad interpersonal es mera negación abstracta de la identidad abstracta del yo, a fin de ‘sobreasumir’ a ambas en una identidad dialéctica. A este respecto tendremos que reconocer que dentro de éste paradigma no se alcanza explícitamente el sí-mismo personal, de manera que no se reconoce cabalmente el papel de la mediación de la alteridad en la afirmación de la autoconciencia y del sujeto. Ahora bien, la imagen de Dios que se construye a partir de este paradigma se funda en la idea de un sujeto autoconsciente que es así mismo sustancia. Elevándose de nuevo como un nuevo concepto que es capaz de reabsorber en sí toda identidad individual de cada persona y la del Dios ahora personal. Si bien la imagen del Ser objetivo y autárquico resultaba fría y realmente ‘racional’ ahora esta nueva imagen aunque más asequible al hombre vuelve a elevar sobre los individuos un ‘concepto’.
Ante tales paradigmas que parecen no ofrecer respuesta alguna al problema de la identidad, Scannone nos refiere la existencia de un nuevo paradigma gestado en la época contemporánea. Nos referimos al paradigma filosófico de la alteridad. Que como afirma Scannone[5] supera el paradigma del Ego cogito “yo pienso”, fundado y centrado en sí. Y nos desvela como la alteridad es constitutiva de la identidad personal humana. Ahora, a modo de resumen veamos como Scannone nos refiere las posturas que él considero en la delineación de éste último paradigma:
“…la alteridad de la voz de la conciencia (en el sentido de “Gewissen”: Heidegger, Ricoeur), a fin de reconocer que no basta un neutro (el ser, das Sein) para asegurar la identidad personal del sí-mismo (ipse); por ello consideraré a la conciencia tanto en su carácter ontológico como ético. De ahí pasaré a considerar la alteridad ética interpersonal del rostro del otro (y de los otros) como se plantea sobre todo en Lévinas…”[6]
Con dichas referencias Scannone asegura su postura, es decir, afirma que la alteridad es constitutiva de la identidad personal en el nivel más radical. Ahora bien, separándonos un poco del estudio de Scannone, quisiéramos agregar algunas consideraciones extras. Pues pudimos encontrar ciertas precisiones que sin despegarse de la afirmación de Scannone, hacen posible el ejercicio de una crítica, que poniendo en tela de juicio ciertos supuestos respecto a la alteridad u otredad; devenga de ello una reflexión un poco más depurada aunque no total y definitiva sobre el asunto de la alteridad como elemento constitutivo de la identidad.
Y es que aunque parece que ‘el otro’ se concibe como un campo posible para nuestras acciones. Hay que decir que el peligro latente está en que se le conciba como un ello impersonal cuya distancia psicológica, emocional y sensible se haga patente. Y es que el encuentro con otro diferente nos obliga necesariamente a la confrontación permanente de nuestra sensibilidad, discurso y esquemas. De manera que sin ahondar más en la problemática que ya se vislumbra. Es importante, tener presente que cuando el hombre se encuentra inmerso en los intentos de apropiación y comprensión propias, es decir, en esta búsqueda de identidad propia, puede éste infringir algún sufrimiento a cualquier forma de vida. Ante lo cual se constata que el hombre requiere desarrollar la capacidad o competencia constitutiva (ontológica) que le permita abrirse a posibilidades contenidas en la diversidad vital sin necesidad de encubrir ‘racionalmente’ los miedos suscitados por ésta última.
Y es que el propio ‘andamiaje’, es decir, los esquemas con los que establecemos nuestros propios procesos de apropiación, nos llevan a desconfiar de lo diferente.
De manera que se vislumbra como algo importante que el hombre sea capaz de iniciar un trabajo deconstructivo respecto a los principios de identidad establecidos, aunque esto signifique ir en contra del recurso vital que le posibilita distinguirse de otras formas de vida; Y que además le sirve para orientarse frente a la amplitud de comunidades -próximas o lejanas-, de modo que lo hace capaz de dar forma y nombre a sus procesos de apropiación. En última instancia hablamos de ir contra aquello donde asirse o a partir de donde se crea un marco de sentido que le dé coherencia a su vida individual y colectiva. Pero ¿por qué es conveniente cuestionar los principios de identidad establecidos si al parecer resultan tan importantes para el hombre?
“Pues precisamente porque la identidad como proceso de configuración de sentido particular aunque no garantiza, por siempre, un estado fijo de cosas; debido a su carácter inmanente parece establecer configuraciones en el hombre que llegan a asumirse como la naturaleza de toda realidad.”[7]
Dentro de lo cual podemos entonces situar la relación entre aquellos principios de identidad y las relaciones con los mecanismos de poder, de manera que ir contra los principios de identidad, implica romper las relaciones de poder y hegemonía que se constituyen en cualquier modelo del saber.
A este punto entonces podemos constatar que –la alteridad- no es toda –bondad- que no basta con invocarla sino que es necesario abordarla de manera más amplia considerando sus –asegunes-. Pero algo más importante, constatamos que el asunto de la identidad tiene que ver entonces con aquellos esquemas con los cuales nos representamos ante lo que no se parece a mí mismo y me amenaza. Pero también que en nombre de tales representaciones ya sean individuales o colectivas. El hombre ejerce acciones agresivas ofensivas legitimadas a través del poder y de las relaciones que de ello se desprenden, ya sea en el área intelectual, moral, militar, económica, etcétera. De manera que podemos entonces ahora establecer que para abordar el problema de la identidad es vital que abordemos el problema del poder en todas sus vertientes:
“Se trata más bien de ver cómo ese estatuto se conforma y reproduce en un contexto particular (comenzando por el nuestro), en función de su intercambio con otros tipos de poder tales como <<...el poder político (...el estado colonial e imperial de cualquier tipo)..., el poder intelectual (...las ciencias predominantes – y los criterios de administración de los saberes...)...el poder cultural (...las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos... (Y finalmente)... el poder moral...>> que justifican los actos y las prácticas (nuestros actos y prácticas) dentro de un esquema de valores determinado.”[8]
Lo anterior nos lleva entonces a que afirmemos que la identidad esta directamente relacionada con sistemas de nominación así como con sus esquemas de representación. De manera que un estudio que pretenda aportar algo serio al problema de la identidad tendrá que referirse a los modelos culturales. Sobre todo fijando la mirada en las condiciones de producción que subyacen en tales modelos, de manera que sea entonces factible comprender su configuración.
“La clave consiste, más bien, en revisar la trama que utilizamos, cuyos finos hilos tejen nuestros modos de ser, hacer y estar, culturalmente instalados: hilos tan sutiles y resistentes que, continuamente, nos hacen sus primeras víctimas, enredados y secos, mientras la realidad o la vida que queríamos pillar huye por sus huecos y se aleja alegremente.”[9]
Se cierne entonces un tema muy importante, no sólo el de la identidad, sino de cómo pensamos, de cómo leemos nuestra realidad. Ante lo cual podremos afirmar es vital pensar de otro modo, sentir de otro modo y discurrir de otro modo. Cuyo sentido será el de generar apertura hacia ‘el otro’. Pero ¿cómo recibirlo a ese otro sin que deje de ser ‘otro’? Pues la respuesta no será subsumirlo bajo nuestras propias proyecciones o encerrarlo dentro del espacio de una identidad dada o como alteridad marginada. Significa entonces, concebir la alteridad como puro porvenir puro sin contenido. Significa enriquecer nuestra subjetividad y constitución existencial de amor y generosidad, entendido como Paul Fleischman, según nos lo ha propuesto Emma León:
“...<>. Porque el amor no es sólo una emoción sino un continuo aprender a organizar nuestras posiciones sentimentales previas y nuestro conocimiento racional moral. Estas últimas afirmaciones provienen de Paul Fleischman con quien quiero dejar aquí las cosas, al traer en una traducción libre sus palabras:
“Si no tuviéramos una existencia individual, ni impulsos personales, habría simplemente una masa homogénea de mundo, carente de emoción, ignorante, como un dedo en una mano. Y si estuviéramos irreconciliablemente separados tan sólo habría estrellas frías manteniéndose a sí mismas, coexistiendo en un espacio muerto. Entiendo al amor como la organización de las emociones humanas dentro de estados complejos donde coexisten paradójicamente, separación y unión, individualidad e inmersión, el sí mismo y lo que no es. Sólo un individuo puede amar y sólo puede amar uno que ha dejado de serlo.”[10]
[1] DUSSEL, Enrique; “El encubrimiento del indio: 1492.”; Editorial Siglo XXI, México, 1994, pp. 22-23.
[2] Ibídem. P. 19. “Eurocentrismo es definido como un componente marcado que subyace en general debajo de la reflexión filosófica y de otras muchas posiciones teóricas del pensamiento europeo y norteamericano. Su componente concomitante del Eurocentrismo; la falacia desarrollista, que no es categoría sociológica o económica, sino una categoría filosófica fundamental.”
[3] SCANNONE, Juan Carlos; “Religión y nuevo pensamiento. Hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina.”, Anthropos-UAM-I, p. 82.
[4] Ibídem. p. 82-83.
[5] Ibídem. p. 86.
[6] Loc. cit.
[7] LEÓN, V. Emma; “Sentido ajeno. Competencias ontológicas y otredad”, Anthropos-UNAM, Barcelona, 2005, p. 128-129.
[8] Ibídem. pp. 129-130.
[9] Ibídem. p. 131.
[10] Ibídem. p. 137.
“El mundo divide en Viejo Mundo (Europa) y Nuevo Mundo (América) En donde América no ha terminado su formación, es, por consiguiente, la tierra del futuro”[1]
Dicho lo anterior, se constata que aún subyace una postura determinada del mundo europeo que lo coloca como centro o vértice de la historia universal humana y que deviene en un sometimiento de América respecto a él. A tal situación se le conoce con el nombre de “Eurocentrismo”[2] Esta categoría filosófica como ya se ha dicho ha dejado fuera de la historia universal a Latinoamérica. Y a su vez le ha traído a ésta última una restricción de acceso a una identidad propia. La consecuencia clara que ha devenido es que los latinoamericanos se han colocado en una situación de inferioridad que los aliena, de manera que se torna importante la discusión sobre una identidad regional que posibilite un proceso de personificación más generalizado en la zona. La pregunta que se cierne entonces en torno a la identidad es: ¿la identidad nos aliena o nos personifica? Y supondríamos obvia la respuesta, sin embargo es necesario entender aunque sea de manera muy sucinta cuál es el origen del problema.
Juan Carlos Scannone en una de sus obras nos expone de forma muy breve la cuestión sobre la identidad personal desde una perspectiva filosófica y religiosa a través de un breve recorrido histórico donde se observa cómo, a saber, ni la metafísica clásica de la sustancia ni la filosofía moderna del sujeto autoconsciente han dado razón de manera suficiente al problema de la identidad personal humana como agente personalizante. Scannone nos propone pues la concepción de una condición de alteridad interpersonal como elemento constitutivo de una identidad personal –valga la repetición- que personifica, comunitariza y socializa al sujeto; tal esfuerzo es realizado de forma dialéctica entre dos figuras importantes de identidad. Hablamos de la distinción básica hecha ya por Paul Ricoeur.[3] Por un lado está la “identidad-ipse” o ipseidad y por otro, la “identidad-ídem” o mismidad:
“La primera “responde a la pregunta: ¿quién?, a saber: ¿quién actúa o quién padece tal acción de otro?, ¿quién es el responsable de tal o cual acto?, etc. Pues ipse en latín corresponde al autós griego, al self y Selbst en inglés y en alemán, al soi-même y al sí-mismo en francés y castellano, y se refiere a la persona como tal, en cuanto es responsable -ella misma-de su libre actuar. En cambio, ídem responde a la pregunta ¿qué?, a saber: ¿qué es lo mismo que permanece en y a pesar de los continuos cambios?, ¿cuál es –a través del tiempo- su esencia permanente o cuáles son sus propiedades estables en medio de sus transformaciones? Y la respuesta no apunta a la persona en cuanto tal, al sí mismo, sino a lo que es o dejó de ser, a lo que no cambia en medio de las mutaciones que la afectan. Pues ídem en latín corresponde a las palabras: the same en inglés, das Gleiche, en alemán o lo mismo en castellano.
En resumen, la mismidad o identidad-ídem se fija sobre todo en la permanencia del mismo carácter y las mismas propiedades de la persona en el tiempo con sus continuos cambios; la ipseidad o identidad-ipse, en cambio, se refiere al mismo quién personal, responsable último de sus acciones y omisiones, quien –por ejemplo- mantiene su palabra dada, a pesar de todo eventual cambio de carácter o de características personales. Ambos tipos de identidad están interrelacionados, pero entre ellas se da –según Ricoeur- un hiato más o menos grande, mediado por la identidad narrativa en las “historias de vida” que uno narra a otro a sí mismo.”[4]
Después de haber hecho tal distinción, hay que dejar sentado que ambas claridades nos guiaran al esbozar los paradigmas a los que hemos hecho alusión.
El primer paradigma que consideraremos se le ha llamado paradigma de la sustancia o metafísica de la sustancia. El cual nos remite al Dios-sustancia cuya identidad inteligible preserva su pura identidad abstracta. Pues se fija en el ‘sustrato’, ‘núcleo’ o ‘estructura’ que permanece en el tiempo, no haciendo posible una distinción cabal entre la identidad propia de las personas humanas y la de las cosas. Esta situación coloca la identidad de las personas como algo accidental en función de dicho ‘sustrato’. De manera que la identidad inteligible de éste niega la alteridad. Tal planteamiento aleja al ‘primer motor’ llamado así por Aristóteles. Y afirma de él lo siguiente: -aunque amado y capaz de mover todo como amado, a su vez no ama ni se relaciona con el mundo y menos con las personas humanas-. Ahora bien, en virtud de su condición de ‘primera sustancia eterna’ y de ‘motor eterno’ determina su movimiento como eterno. De modo que atrae por su causa final pero sin influencia eficiente en el mundo debido a su separación con él. Se trata de una necesidad de orden.
La postura anterior la conocemos como explicación cosmológica, que partiendo de lo mundano se remonta al ser universal, en donde todo queda subordinado a la causa final ahora causa única, es decir, el ser autosuficiente. Como se observa, bajo este paradigma no se responde a la pregunta ¿quién? Es decir, la identidad inteligible se erige como pura identidad-ídem negando con ello cualquier otra identidad posible o al menos no haciendo posible la distinción de una identidad propia de la persona (identidad- ipse) en cuanto tal.
El siguiente paso será abordar el paradigma de la conciencia o la filosofía moderna del sujeto autoconsciente. Que con el ‘giro copernicano’ fue de la primacía del ser objetivo a la del sujeto pues distinguió claramente entre el ‘yo pienso’ auto transparente y las cosas no autoconscientes. Sin embargo, al constituir el ‘yo pienso’ como centro de verdad y certeza ponderó a la postre la inmediatez del ego cogito natural o trascendental que se convirtió en el criterio de verdad. Faltando con ello el discernimiento sobre las ilusiones de la conciencia que pensadores como Marx, Nietzsche y Freud hicieron patentes más tarde. Al no tomar la vía larga del discernimiento crítico de las sospechas y el de la mediación reflexiva a través de la alteridad de los otros, el lenguaje, la cultura, el lenguaje y la historia compartida se sitúo la permanencia de un ego inmediato que es sólo nominativo. Pues nivela las diferencias tanto con lo otro como con el otro y los otros a puras negaciones, de manera que una alteridad interpersonal es mera negación abstracta de la identidad abstracta del yo, a fin de ‘sobreasumir’ a ambas en una identidad dialéctica. A este respecto tendremos que reconocer que dentro de éste paradigma no se alcanza explícitamente el sí-mismo personal, de manera que no se reconoce cabalmente el papel de la mediación de la alteridad en la afirmación de la autoconciencia y del sujeto. Ahora bien, la imagen de Dios que se construye a partir de este paradigma se funda en la idea de un sujeto autoconsciente que es así mismo sustancia. Elevándose de nuevo como un nuevo concepto que es capaz de reabsorber en sí toda identidad individual de cada persona y la del Dios ahora personal. Si bien la imagen del Ser objetivo y autárquico resultaba fría y realmente ‘racional’ ahora esta nueva imagen aunque más asequible al hombre vuelve a elevar sobre los individuos un ‘concepto’.
Ante tales paradigmas que parecen no ofrecer respuesta alguna al problema de la identidad, Scannone nos refiere la existencia de un nuevo paradigma gestado en la época contemporánea. Nos referimos al paradigma filosófico de la alteridad. Que como afirma Scannone[5] supera el paradigma del Ego cogito “yo pienso”, fundado y centrado en sí. Y nos desvela como la alteridad es constitutiva de la identidad personal humana. Ahora, a modo de resumen veamos como Scannone nos refiere las posturas que él considero en la delineación de éste último paradigma:
“…la alteridad de la voz de la conciencia (en el sentido de “Gewissen”: Heidegger, Ricoeur), a fin de reconocer que no basta un neutro (el ser, das Sein) para asegurar la identidad personal del sí-mismo (ipse); por ello consideraré a la conciencia tanto en su carácter ontológico como ético. De ahí pasaré a considerar la alteridad ética interpersonal del rostro del otro (y de los otros) como se plantea sobre todo en Lévinas…”[6]
Con dichas referencias Scannone asegura su postura, es decir, afirma que la alteridad es constitutiva de la identidad personal en el nivel más radical. Ahora bien, separándonos un poco del estudio de Scannone, quisiéramos agregar algunas consideraciones extras. Pues pudimos encontrar ciertas precisiones que sin despegarse de la afirmación de Scannone, hacen posible el ejercicio de una crítica, que poniendo en tela de juicio ciertos supuestos respecto a la alteridad u otredad; devenga de ello una reflexión un poco más depurada aunque no total y definitiva sobre el asunto de la alteridad como elemento constitutivo de la identidad.
Y es que aunque parece que ‘el otro’ se concibe como un campo posible para nuestras acciones. Hay que decir que el peligro latente está en que se le conciba como un ello impersonal cuya distancia psicológica, emocional y sensible se haga patente. Y es que el encuentro con otro diferente nos obliga necesariamente a la confrontación permanente de nuestra sensibilidad, discurso y esquemas. De manera que sin ahondar más en la problemática que ya se vislumbra. Es importante, tener presente que cuando el hombre se encuentra inmerso en los intentos de apropiación y comprensión propias, es decir, en esta búsqueda de identidad propia, puede éste infringir algún sufrimiento a cualquier forma de vida. Ante lo cual se constata que el hombre requiere desarrollar la capacidad o competencia constitutiva (ontológica) que le permita abrirse a posibilidades contenidas en la diversidad vital sin necesidad de encubrir ‘racionalmente’ los miedos suscitados por ésta última.
Y es que el propio ‘andamiaje’, es decir, los esquemas con los que establecemos nuestros propios procesos de apropiación, nos llevan a desconfiar de lo diferente.
De manera que se vislumbra como algo importante que el hombre sea capaz de iniciar un trabajo deconstructivo respecto a los principios de identidad establecidos, aunque esto signifique ir en contra del recurso vital que le posibilita distinguirse de otras formas de vida; Y que además le sirve para orientarse frente a la amplitud de comunidades -próximas o lejanas-, de modo que lo hace capaz de dar forma y nombre a sus procesos de apropiación. En última instancia hablamos de ir contra aquello donde asirse o a partir de donde se crea un marco de sentido que le dé coherencia a su vida individual y colectiva. Pero ¿por qué es conveniente cuestionar los principios de identidad establecidos si al parecer resultan tan importantes para el hombre?
“Pues precisamente porque la identidad como proceso de configuración de sentido particular aunque no garantiza, por siempre, un estado fijo de cosas; debido a su carácter inmanente parece establecer configuraciones en el hombre que llegan a asumirse como la naturaleza de toda realidad.”[7]
Dentro de lo cual podemos entonces situar la relación entre aquellos principios de identidad y las relaciones con los mecanismos de poder, de manera que ir contra los principios de identidad, implica romper las relaciones de poder y hegemonía que se constituyen en cualquier modelo del saber.
A este punto entonces podemos constatar que –la alteridad- no es toda –bondad- que no basta con invocarla sino que es necesario abordarla de manera más amplia considerando sus –asegunes-. Pero algo más importante, constatamos que el asunto de la identidad tiene que ver entonces con aquellos esquemas con los cuales nos representamos ante lo que no se parece a mí mismo y me amenaza. Pero también que en nombre de tales representaciones ya sean individuales o colectivas. El hombre ejerce acciones agresivas ofensivas legitimadas a través del poder y de las relaciones que de ello se desprenden, ya sea en el área intelectual, moral, militar, económica, etcétera. De manera que podemos entonces ahora establecer que para abordar el problema de la identidad es vital que abordemos el problema del poder en todas sus vertientes:
“Se trata más bien de ver cómo ese estatuto se conforma y reproduce en un contexto particular (comenzando por el nuestro), en función de su intercambio con otros tipos de poder tales como <<...el poder político (...el estado colonial e imperial de cualquier tipo)..., el poder intelectual (...las ciencias predominantes – y los criterios de administración de los saberes...)...el poder cultural (...las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos... (Y finalmente)... el poder moral...>> que justifican los actos y las prácticas (nuestros actos y prácticas) dentro de un esquema de valores determinado.”[8]
Lo anterior nos lleva entonces a que afirmemos que la identidad esta directamente relacionada con sistemas de nominación así como con sus esquemas de representación. De manera que un estudio que pretenda aportar algo serio al problema de la identidad tendrá que referirse a los modelos culturales. Sobre todo fijando la mirada en las condiciones de producción que subyacen en tales modelos, de manera que sea entonces factible comprender su configuración.
“La clave consiste, más bien, en revisar la trama que utilizamos, cuyos finos hilos tejen nuestros modos de ser, hacer y estar, culturalmente instalados: hilos tan sutiles y resistentes que, continuamente, nos hacen sus primeras víctimas, enredados y secos, mientras la realidad o la vida que queríamos pillar huye por sus huecos y se aleja alegremente.”[9]
Se cierne entonces un tema muy importante, no sólo el de la identidad, sino de cómo pensamos, de cómo leemos nuestra realidad. Ante lo cual podremos afirmar es vital pensar de otro modo, sentir de otro modo y discurrir de otro modo. Cuyo sentido será el de generar apertura hacia ‘el otro’. Pero ¿cómo recibirlo a ese otro sin que deje de ser ‘otro’? Pues la respuesta no será subsumirlo bajo nuestras propias proyecciones o encerrarlo dentro del espacio de una identidad dada o como alteridad marginada. Significa entonces, concebir la alteridad como puro porvenir puro sin contenido. Significa enriquecer nuestra subjetividad y constitución existencial de amor y generosidad, entendido como Paul Fleischman, según nos lo ha propuesto Emma León:
“...<
“Si no tuviéramos una existencia individual, ni impulsos personales, habría simplemente una masa homogénea de mundo, carente de emoción, ignorante, como un dedo en una mano. Y si estuviéramos irreconciliablemente separados tan sólo habría estrellas frías manteniéndose a sí mismas, coexistiendo en un espacio muerto. Entiendo al amor como la organización de las emociones humanas dentro de estados complejos donde coexisten paradójicamente, separación y unión, individualidad e inmersión, el sí mismo y lo que no es. Sólo un individuo puede amar y sólo puede amar uno que ha dejado de serlo.”[10]
[1] DUSSEL, Enrique; “El encubrimiento del indio: 1492.”; Editorial Siglo XXI, México, 1994, pp. 22-23.
[2] Ibídem. P. 19. “Eurocentrismo es definido como un componente marcado que subyace en general debajo de la reflexión filosófica y de otras muchas posiciones teóricas del pensamiento europeo y norteamericano. Su componente concomitante del Eurocentrismo; la falacia desarrollista, que no es categoría sociológica o económica, sino una categoría filosófica fundamental.”
[3] SCANNONE, Juan Carlos; “Religión y nuevo pensamiento. Hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina.”, Anthropos-UAM-I, p. 82.
[4] Ibídem. p. 82-83.
[5] Ibídem. p. 86.
[6] Loc. cit.
[7] LEÓN, V. Emma; “Sentido ajeno. Competencias ontológicas y otredad”, Anthropos-UNAM, Barcelona, 2005, p. 128-129.
[8] Ibídem. pp. 129-130.
[9] Ibídem. p. 131.
[10] Ibídem. p. 137.
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